El cataclismo institucional que experimenta desde hace meses Israel es un ejemplo significativo y extremo de un desvío que se generaliza en este presente y cuestiona el lugar del poder, de la ley, las instituciones y de las minorías. Una característica típica de esta deformación es el intento de acorralar y restringir la capacidad de intervención y mediación de la Justicia.
Los legisladores extremistas israelíes que, aunque minoritarios acaparan el poder del país, sostienen la noción poco original de que los magistrados no deberían interponerse en sus decisiones políticas, es decir las leyes, porque no son funcionarios electos y el poder real proviene de las urnas.
Esa suposición significaría que aquel que es votado no debe ser cuestionado por ningún estamento institucional. Es un argumento grotesco que ha sido recorrido con oportunismo desde hace tiempo por derecha e izquierda por los populismos de nuestra región obsesionados con remover cualquier escollo al poder absoluto.
En ciertos países con los cuales esta dirigencia israelí seguramente no quisiera compararse lo han logrado y de manera contundente: Cuba, Venezuela o Nicaragua.
Hay un eje importante que conviene observar en esta discusión por lo que involucra más allá del drama de Israel y que llega desde lejos en la historia. Ya en las épocas de los inicios de la Revolución Francesa se planteaba equivocadamente la noción de que la ley y el poder provienen de una misma fuente.
Lo sostenían todavía impregnados de esa voluntad con la que operaba la monarquía absoluta que legislaba según su parecer porque ese era su derecho divino.
La deificación del concepto de pueblo, que coloca a la autoridad que dice representarlo con esos mismos atributos pretendidamente absolutos, es una coartada desde entonces para buscar regular la realidad sin objetores. Como antes hacían los reyes.
En el pensamiento de Rousseau, por ejemplo, el poder no provenía de las instituciones sino de una «voluntad general» que fulminaba la libertad individual de la que, como sabemos, abominan también los populismos de nuestros días.
Israel es hoy un extremo, pero el argumento de que la justicia debe ser administrada por los otros poderes se ha convertido en un peligroso lugar común en el mundo y debería disparar enorme preocupación.
Recordemos que en nuestro país se ha llegado a cuestionar como rancia la división de poderes legada de Montesquieu, el capítulo formidable de aquella Revolución que, según estos críticos, merecería una modernización que elimine los controles institucionales.
Hannah Arendt al comparar la Revolución Francesa con la (norte)americana, remarca justamente que los padres fundadores escaparon con inteligencia de ese concepto de 1789 sobre que “la ley es expresión de la voluntad general”.
Determinaron, en cambio, que si bien el poder brota desde abajo, la fuente de la ley se encuentra por encima, elevada, en otro espacio y por eso se necesita un sistema de “poder que vigile al poder” con un control recíproco en el cual lo central es la independencia de cada institución.
Pérdida de los equilibrios
La pérdida de esos equilibrios, dinamitados por el mesianismo minoritario ultraortodoxo, es lo que reprochan las masas en Israel en una agitación sin precedentes desde que se fundó el Estado hace 70 años. Entienden con sus intensas protestas que la erosión de la justicia limita el marco democrático y avanza inevitablemente a una autocracia o llanamente a una dictadura.
Es lo que advierten, incluso, muchos diplomáticos israelíes alrededor del mundo que se hacen eco del repudio que el propio presidente del país Isaac Herzog expone sin reparos contra estos abusos.
Un aspecto más conocido de ese proceso de disolución institucional en otras fronteras son las maniobras para reducir o colonizar a la Corte Suprema y la estructura judicial en su conjunto. Lo han hecho o intentado por derecha Donald Trump en EEUU., Jair Bolsonaro en Brasil, Viktor Orban en Hungría o en la Turquía de Recep Erdogan.
Y por el lado del nacional populismo, como lo define el español Javier Cercas, los caudillismos regionales como el argentino de los Kirchner, el mexicano de López Obrador, que insulta a diario al Tribunal, y hasta figuró en la fallida nueva Constitución chilena que proponía eliminar el Poder Judicial y fue rechazada masivamente en el plebiscito de setiembre pasado.
En este contexto la protesta multitudinaria en Israel es en especial saludable. Exhibe de qué manera la gente va de la calle a las instituciones, como observaba el sociólogo alemán Ulrich Beck, para proteger o mejorar los sistemas institucionales de los cuales son tanto parte como electores.
Institución en su origen latino significa límite, sino hay límites no hay orden ni normas, sin normas no hay normalidad que es la marca en la frente del totalitarismo.
Lo que sucede en Israel tiene su origen en los esfuerzos del líder del Likud, Benjamín Netanyahu, para formar gobierno a cualquier precio. Como carecía de mayorías propias, se asoció a minorías extremistas que virtualmente le habrían secuestrado el Ejecutivo, aunque se sostiene que el premier se ha puesto a favor de lo que está sucediendo.
Una de las fuerzas principales que acompañan al premier, el Sionismo Religioso, que quedó segunda en la vereda oficialista después del Likud, es una alianza de derecha radical, ultranacionalista y homófoba, cuyo número dos es Itamar Ben-Gvir.
Hoy ministro de Seguridad Nacional, ha sido conocido por haber tenido en su oficina un retrato de Baruch Goldstein, el extremista judío que masacró en 1994 en Hebrón a 29 musulmanes que oraban en la Tumba de los Patriarcas.
Ese crimen alentó el asesinato un año después, también a manos de un ultraortodoxo, del premier Yitzak Rabin quien estaba dispuesto a una solución definitiva de dos estados para cerrar la crisis con el lado palestino.
En un sistema parlamentario como el israelí, el Legislativo es la estructura donde nacen y mueren los gobiernos. Y es la dimensión que concentra el poder político y le brinda sentido al Ejecutivo. Las minorías que hicieron posible el nuevo mandato de Netanyahu dieron impulso a la polémica reforma porque necesitan quitarle poder a la Justicia para que no bloquee los excesos que proponen.
El menú es amplio, pero destaca que los jueces no puedan objetar las votaciones de los parlamentarios, o la eliminación de todos los avances en derechos de género. En Israel no hay Constitución, pero eso no debería convertirse en una impotencia ni explica esta deriva.
Una idea de enorme gravedad que esgrime esta gente es la anexión de los territorios palestinos de Cisjordania. Semejante medida fulminaría la democracia israelí. En esos espacios, incluyendo la Franja de Gaza, que equivalen a menos de la mitad de lo que correspondía a los palestinos en la partición en 1947 de la provincia palestina del Imperio Otomano, viven más de cinco millones de personas que no son israelíes.
¿Apartheid?
Si se les quitan su tierra, deberían ser asumidos como ciudadanos o discriminados, y apartados. Sobrevuela el espectro de un apartheid con bantustanes como en Sudáfrica para amontonar a los distintos en tribus aisladas.
Si se debilita la justicia, la democracia y la República se tornan secundarias. De modo que ese escenario perturbador es ampliamente posible si no se detiene esta ofensiva. En esta deformación, por cierto, hay culpas históricas del lado árabe.
El terrorismo palestino que cometió atentados en autobuses, discotecas y supermercados masacrando impunemente a civiles inocentes, endureció a los israelíes y disolvió a los partidos de centroizquierda, el Laborista o el Meretz, que machacaban sobre la necesidad de una salida con dos estados y comprendían el drama de ese pueblo.
La protesta en las calles de Israelí añade otra dimensión que excede sus fronteras y que expone lo que parece un creciente agotamiento ciudadano hacia los extremos.
Es un punto importante a observar también en las recientes elecciones españolas donde el voto pareció recomendar al centro político, el socialdemócrata del PSOE y el conservador del PP, para que resuelvan entre ambos la crisis sin otros agregados.
Una iniciativa en el molde que sucedió mucho antes en Alemania con la Großen Koalition entre el PSD del actual premier Olaf Scholz y los Cristiano Demócratas de Angela Merkel, que fue el factor de la estabilidad de ese país.
Los españoles elevaron su voto corriendo del mapa el extremismo del extravagante populismo chavista de Podemos y también el de los fanáticos medievalistas de Vox. La madurez, que por ahora falta en Israel, consistiría en escuchar ese mensaje.
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